miércoles, 3 de junio de 2009

Tip para hablar en público

Leí en algún lado que los seres humanos le tenemos más miedo a hablar en público que a la muerte. El miedo número uno de la raza humana es pararse frente a un grupo de personas y comenzar a monologar. Hay gente que dice sentir angustia, ansiedad, mariposas en el estómago, nervios ganas de reír, de gritar y de llorar.

El asunto es que el miedo de hablar en público es universal. Existen varios talleres a lo “Carnegie” para vencer ese miedo, esquemas estructurados que ayudan a conquistar el podio y declararse vencedores ante la audiencia. Leí también, o tal vez me lo contaron, o tal vez lo inventé, que Winston Churchill declaró que él también en algún momento de su vida tuvo miedo de hablar en público. Sí, a ese señorón con cara de perro bravo le temblaban las piernitas cuando hablaba en público.


Pero tenía su propia técnica para mitigar ese miedo. Según contaba, intentaba convencerse de que su audiencia no era diferente a él, que eran en esencia la misma cosa por lo cual no debía sentir miedo alguno. Así que, antes de comenzar a hablar, miraba a todas las personas de su público y se las imaginaba desnudas. De esa manera se daba cuenta que no había diferencia alguna entre las personas y él, que en esencia eran exactamente lo mismo, que debajo de la ropa, las joyas y accesorios todos somos iguales, ni más ni menos. Con esto Winston Curchill perdía el miedo a hablar en público y daba oratorias magistrales.


Dado que a mí también me aflige en cierta manera hablar en público, intenté la fórmula de don Winston. La próxima vez que tuve oportunidad de hablar en público, antes de comenzar a hablar, fui imaginando a uno por uno de mis interlocutores sin ropa. Fue un desastre. Imaginé a todo mi público desnudo, pero comencé a imaginar diferencias entre ellos: un busto más protuberante en la pelirroja, una panza gelatinosa en el calvo, unas nalgas más caídas que otras, piernas, pelvis, pubis, pies. Cuando me di cuenta había pasado casi un minuto y no había dicho una sola palabra, sólo sonreía.

Luego de la catástrofe me dispuse a analizar qué había salido mal y descubrí que mi cerebro no interpreta igualdad en el simple hecho de que la gente esté desnuda. Entonces descubrí mi propia fórmula. Traté de identificar qué nos hace iguales a todos los seres humanos. En ese momento tuve mi revelación, descubrí el acto más humilde, genuino, sublime, íntimo y reiterativo de los seres humanos, el acto que nos hace lo que somos, la esencia del ser, eso que tenemos toditos los seres humanos sin excepción, lo que nos recuerda que somos iguales: el acto de cagar.


Así es, todos, pero todos, cagamos. Desde el Presidente de los Estados Unidos, pasando por el Papa, el Dalai Lama, Fidel Castro, Donald Trump, Britney Spears, Elton John, Brad Pitt, el Presidente de la ONU, la señora de la limpieza, el Gerente General, el piloto de un bus, la vieja pedante de la cola, el marero que te mira con cara de pocos amigos, las putas de la esquina, los huecos de la otra esquina, los clientes de éstos, el policía, el bombero, el magnate, Miss Universo, el Smiley, quienes leen este texto, yo que lo escribo, todos, todos, todos cagamos.


Una o dos veces al día –algunos tres o más- nos sentamos en un inodoro, escusado, letrina, calle, matorral o acera y, buscando privacidad, nos dedicamos a exprimir nuestras caras enrojecidas a fin de cagar. Puede ser que la palabra cagar no sea la más apropiada, pero defecar es peor, así que nos quedamos con cagar. El acto de cagar es universal, es innegable, es latente. Y lo más interesante es que nos da pena admitirlo. Nos da vergüenza admitir que cagamos, y más vergüenza nos da admitir que nos gusta cagar.


El acto de cagar es el factor que representa la esencia de la igualdad. Todo lo demás puede ser sujeto de manipulación. Podemos poner una cortina de humo y cambiar nuestra apariencia, construir nuestra imagen para que los demás nos vean precisamente como nosotros queremos que nos vean. Podemos comprar cierta ropa y frecuentar ciertos lugares para aparentar un mayor status. Podemos adquirir ciertos ademanes y hasta imitar un acento al hablar. Incluso podemos hablar sandeces y construir mentiras creíbles para edificar nuestra imagen. Y en el proceso de esa edificación lo que hacemos es básicamente negar nuestra esencia. Es por eso que cagar es un acto de liberación, de reiteración constante de nuestra propia humanidad. Es quien somos. Sin más ni menos.


Así que desde entonces, cuando tengo que hablar frente a varias personas, me imagino a cada una sobre un reluciente inodoro blanco, con los pantalones hasta los pies, cagando decorosamente.




martes, 2 de junio de 2009

Cinco de septiembre


El cinco de septiembre de mil novecientos ochenta nunca se me va a olvidar.


Acababa de cumplir diez años y estudiaba tercero primaria. Ese año mi Madre nos cambió de colegio a mi hermano mayor y a mí. Estudiábamos en el Colegio Lehnsen que en ese entonces estaba sobre la veinte calle de la zona diez y mi Madre pensó que sería mejor que estudiáramos en un colegio para varones y que de paso aprendiéramos un oficio. Le dijeron que el Colegio San Sebastián formaba los mejores maestros de educación primaria del país, por lo que decidió inscribirnos ahí. Nos llevó a hacernos exámenes de admisión y a inscribirnos. No fue sino hasta que nos dieron los uniformes que nos dimos cuenta de que mi Madre nos había inscrito en el Colegio de Infantes pensando que era el San Sebastián. Adiós carrera como maestro. Gracias a Dios.


Ingresé a tercero primaria. El edificio del Colegio se encontraba a un costado de la Catedral Metropolitana de Guatemala, frente al Parque Central y opuesto al Palacio Nacional, la oficina del gobierno. El Colegio constaba de un patio central con aulas alrededor y un segundo nivel desde cuyas aulas se podía observar el parque central.


Era viernes y el cielo estaba despejado. Era una bonita mañana en la que la Señorita Mijangos nos enseñaba la historia de los mayas. Ella no se daba cuenta de que por lo pronunciado de su escote nos enseñaba más que eso. En el aula éramos alrededor de treinta alumnos. Eran las nueve y veinticinco. En cinco minutos sonaría el timbre para el recreo. El recreo. Los treinta minutos más anhelados de toda la mañana. En esos escasos minutos era capaz de comer seis franceses con queso, una bolsa de churritos y una Pepsi en bolsa, jugar fútbol con una pelota de plástico, participar en una cruenta guerra de semillas de mango y limones chupados y esconderme debajo de las escaleras para verles el calzón a las maestras jóvenes que bajaban al patio.


Las nueve y media y la Señorita Mijangos no terminaba de hablarnos acerca de los sacrificios mayas. Hasta me parecía verla sudar de emoción al relatar cómo el sacerdote maya introducía un afilado cuchillo de obsidiana debajo de la última costilla del lado izquierdo de la víctima para luego con la mano arrancar el corazón aún latiendo mientras dos doncellas semi desnudas se agitaban en trance y luego el sacerdote… Sonó el timbre.


La Señorita Mijangos y su relato erótico-sangriento valieron tres pepinos. Todo el mundo para afuera, loncheras y capiruchos en mano, todos en tropel hacia la puerta, había que salir rápido pues el aula se encontraba en el segundo nivel y había que llegar a tiempo para conseguir los mejores lugares del patio. Al buscar mi lonchera me di cuenta que no estaba. El Gordo y el Cabezón la estaban saqueando en un rincón. Al verme tomaron mis seis franceses, se los repartieron y los devoraron instantáneamente burlándose. Me quedé viéndolos y esperé. A los pocos segundos sus gestos de burla cambiaron por sorpresa y luego se les puso roja la cara. Me di vuelta y la agradecí a mi amigo Rivera quien me aconsejó que le pusiera salsa Tabasco a mi merienda para que no me volvieran a asaltar. El Gordo y el Cabezón salieron corriendo al baño.


Tomé el resto de mi lonchera y me dispuse a salir del aula. Las nueve y teinta y cinco y ya iba tarde, creo que fui el último en salir del aula. Atravesé la puerta y me disponía a correr a través del pasillo para bajar al patio. Lo que sentí a continuación duró una fracción de segundo pero me pareció interminable. Un bombazo descomunal detonó en el parque central y me estremeció. No sé si fue la expansión de la descarga o el instinto pero inmediatamente caí al suelo de espaldas. Lo primero que pensé fue que pudo haber sido alguna procesión en el atrio de Catedral. Pero el estallido no era de una bomba de iglesia.


Me quedé tirado en el suelo y sentí mucho miedo al ver una columna de humo negro subir rápidamente hacia el cielo. La Señorita Mijangos corrió hacia mí. Me tomó de los hombros y vi que sus labios se movían. No escuchaba nada. Lo único que podía escuchar era el estallido. Era como si el cielo se hubiera caído sobre el parque central. Sentí náusea. La Señorita Mijangos me arrastró hacia adentro del aula. En pocos segundos el aula estaba llena nuevamente, todos mis compañeros regresaban corriendo despavoridos. Vi desde la ventana de mi aula que todos regresaban a sus salones, maestros y directores corrían de un lado para otro. Dejé de sentir poco a poco la bomba en mis oídos. Mientras los maestros trataban de poner orden pude ver soldados trepando en la torre sur de Catedral. Estaban agazapados como buscando algún blanco.


Después de dos horas dejaron pasar a mi Madre que preocupada me llegó a buscar. Al salir del Colegio lo primero que vi fue mucha gente. Bomberos y policías corriendo de un lado para otro, tratando de asistir a los heridos. Había un taxista gritando y exigiendo que revivieran a su compañero quien yacía inerte en el pavimento. Parecía una zona de guerra. Hubo muchos muertos y heridos, entre ellos taxistas que se estacionaban alrededor del parque y lustradores de zapatos.


Fue mi primer contacto real con la guerra. La verdad fue el único.