martes, 2 de junio de 2009

Cinco de septiembre


El cinco de septiembre de mil novecientos ochenta nunca se me va a olvidar.


Acababa de cumplir diez años y estudiaba tercero primaria. Ese año mi Madre nos cambió de colegio a mi hermano mayor y a mí. Estudiábamos en el Colegio Lehnsen que en ese entonces estaba sobre la veinte calle de la zona diez y mi Madre pensó que sería mejor que estudiáramos en un colegio para varones y que de paso aprendiéramos un oficio. Le dijeron que el Colegio San Sebastián formaba los mejores maestros de educación primaria del país, por lo que decidió inscribirnos ahí. Nos llevó a hacernos exámenes de admisión y a inscribirnos. No fue sino hasta que nos dieron los uniformes que nos dimos cuenta de que mi Madre nos había inscrito en el Colegio de Infantes pensando que era el San Sebastián. Adiós carrera como maestro. Gracias a Dios.


Ingresé a tercero primaria. El edificio del Colegio se encontraba a un costado de la Catedral Metropolitana de Guatemala, frente al Parque Central y opuesto al Palacio Nacional, la oficina del gobierno. El Colegio constaba de un patio central con aulas alrededor y un segundo nivel desde cuyas aulas se podía observar el parque central.


Era viernes y el cielo estaba despejado. Era una bonita mañana en la que la Señorita Mijangos nos enseñaba la historia de los mayas. Ella no se daba cuenta de que por lo pronunciado de su escote nos enseñaba más que eso. En el aula éramos alrededor de treinta alumnos. Eran las nueve y veinticinco. En cinco minutos sonaría el timbre para el recreo. El recreo. Los treinta minutos más anhelados de toda la mañana. En esos escasos minutos era capaz de comer seis franceses con queso, una bolsa de churritos y una Pepsi en bolsa, jugar fútbol con una pelota de plástico, participar en una cruenta guerra de semillas de mango y limones chupados y esconderme debajo de las escaleras para verles el calzón a las maestras jóvenes que bajaban al patio.


Las nueve y media y la Señorita Mijangos no terminaba de hablarnos acerca de los sacrificios mayas. Hasta me parecía verla sudar de emoción al relatar cómo el sacerdote maya introducía un afilado cuchillo de obsidiana debajo de la última costilla del lado izquierdo de la víctima para luego con la mano arrancar el corazón aún latiendo mientras dos doncellas semi desnudas se agitaban en trance y luego el sacerdote… Sonó el timbre.


La Señorita Mijangos y su relato erótico-sangriento valieron tres pepinos. Todo el mundo para afuera, loncheras y capiruchos en mano, todos en tropel hacia la puerta, había que salir rápido pues el aula se encontraba en el segundo nivel y había que llegar a tiempo para conseguir los mejores lugares del patio. Al buscar mi lonchera me di cuenta que no estaba. El Gordo y el Cabezón la estaban saqueando en un rincón. Al verme tomaron mis seis franceses, se los repartieron y los devoraron instantáneamente burlándose. Me quedé viéndolos y esperé. A los pocos segundos sus gestos de burla cambiaron por sorpresa y luego se les puso roja la cara. Me di vuelta y la agradecí a mi amigo Rivera quien me aconsejó que le pusiera salsa Tabasco a mi merienda para que no me volvieran a asaltar. El Gordo y el Cabezón salieron corriendo al baño.


Tomé el resto de mi lonchera y me dispuse a salir del aula. Las nueve y teinta y cinco y ya iba tarde, creo que fui el último en salir del aula. Atravesé la puerta y me disponía a correr a través del pasillo para bajar al patio. Lo que sentí a continuación duró una fracción de segundo pero me pareció interminable. Un bombazo descomunal detonó en el parque central y me estremeció. No sé si fue la expansión de la descarga o el instinto pero inmediatamente caí al suelo de espaldas. Lo primero que pensé fue que pudo haber sido alguna procesión en el atrio de Catedral. Pero el estallido no era de una bomba de iglesia.


Me quedé tirado en el suelo y sentí mucho miedo al ver una columna de humo negro subir rápidamente hacia el cielo. La Señorita Mijangos corrió hacia mí. Me tomó de los hombros y vi que sus labios se movían. No escuchaba nada. Lo único que podía escuchar era el estallido. Era como si el cielo se hubiera caído sobre el parque central. Sentí náusea. La Señorita Mijangos me arrastró hacia adentro del aula. En pocos segundos el aula estaba llena nuevamente, todos mis compañeros regresaban corriendo despavoridos. Vi desde la ventana de mi aula que todos regresaban a sus salones, maestros y directores corrían de un lado para otro. Dejé de sentir poco a poco la bomba en mis oídos. Mientras los maestros trataban de poner orden pude ver soldados trepando en la torre sur de Catedral. Estaban agazapados como buscando algún blanco.


Después de dos horas dejaron pasar a mi Madre que preocupada me llegó a buscar. Al salir del Colegio lo primero que vi fue mucha gente. Bomberos y policías corriendo de un lado para otro, tratando de asistir a los heridos. Había un taxista gritando y exigiendo que revivieran a su compañero quien yacía inerte en el pavimento. Parecía una zona de guerra. Hubo muchos muertos y heridos, entre ellos taxistas que se estacionaban alrededor del parque y lustradores de zapatos.


Fue mi primer contacto real con la guerra. La verdad fue el único.


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