sábado, 21 de febrero de 2009

Anhelos


Siempre que hago una investigación cualitativa comienzo con el mismo discurso “Señora, muchas gracias por dejarnos entrar en su hogar, es una casa muy bonita. Estamos acá para platicar un rato sobre lo que significa ser un ama de casa, y como usted es una experta ¿verdad? -sonrisa de oreja a oreja-. La idea es que usted se sienta cómoda y que pasemos un rato agradable. Qué foto más bonita, ¿Son sus hijos? ¿Cómo se llaman?”. A partir de ese momento mi trabajo es que la señora me diga todo lo que quiero saber con respecto a sus gustos, preferencias, rutinas, expectativas y todo lo necesario para contestar una pregunta específica de negocio. Es una técnica que se llama entrevista uno a uno, muy común para recabar insights de negocio y es una de las cosas que más me gustan de mi trabajo.

Al final de la entrevista me gusta cerrar con la pregunta “Señora, si yo tuviera una varita mágica y con si esta varita mágica le pudiera conceder su más anhelado deseo realidad, cuál sería ese deseo?” Esta pregunta sirve para entender la motivación de las consumidoras. Las entrevistas que he conducido son siempre de niveles socioeconómicos muy bajos y la respuesta a esta pregunta en su mayoría es educación superior para los hijos y en otras ocasiones incluye de cosas como una casa propia, poder viajar a Estados Unidos para ver a familiares que están mojados desde hace veinte años y cosas por el estilo. En algunos casos la entrevistada se conmueve y salen algunas lágrimas.

Hace unos meses tuve una entrevista muy peculiar. La señora se llamaba Noemí y vivía en la colonia Betania, en la zona siete. El barrio estaba dominado por la mara Salvatrucha y también estaba asediada por capos del narcotráfico. Las paredes de la casa eran de adobe y el techo de lámina muy vieja con remiendos por todos lados, y aunque era muy limpia olía fuertemente a humedad. Noemí vivía con sus tres hijos, dos varones que estudiaban secundaria y una chica de diecinueve años que comenzaba Psicología en la San Carlos. Tenía treinta y cinco años y aunque se le mostraba cierta expresión de cansancio, tenía ojos joviales y una actitud muy positiva. Era delgada y morena y tenía el pelo lacio y largo. Llevaba una blusa de algodón azul marino sin mangas y pantalones de lona. Usaba sandalias y llevaba un brazalete de caucho negro del cual colgaba un símbolo de paz y amor. Se me hizo a Janis Joplin.

Me contó que era madre soltera desde que el padre de sus hijos los abandonó por una prostituta de Jutiapa. Recién acababa de terminar una relación sentimental con un agente de policía quien le pegaba cuando regresaba borracho por las noches, o sea, todos los días. Estudió estética y tenía un salón de belleza instalado en la sala de la casa y con eso mantenía a sus hijos.

Comencé a dirigir la entrevista sin dejar de pensar en la actitud positiva de Noemí. Estuve tres horas en la casa teniendo una de las más amenas conversaciones que he tenido. Al terminar hice mi consabida pregunta de la varita mágica como cierre. Estoy acostumbrado a recibir respuestas de telenovela, dramáticas –creo que hasta me gusta el drama- . Sin embargo al terminar la pregunta Noemí se quedó muda. Por primera vez en tres horas. No dijo nada. Sólo me miraba, buscando una respuesta. Sonreí y ella me pidió que le repitiera la pregunta. Se la repetí. Nada. Pensó por cinco minutos y al final me dijo: “Pues mire usté, yo creo que no anhelo nada más, es que mire que mi vida es muy linda”. Entonces el mudo fui yo. No podía creer que esta señora, viviendo en una zona de guerra, en una casa a punto de caerse, con tragedias a la orden del día no quisiera tener nada más. Era obvio que su vida no había sido una fiesta, pero para ella era linda. Le agradecí por su tiempo y me fui.

En el camino de vuelta a la oficina pensé en que Noemí era poco ambiciosa, que era imperdonable que no quisiera nada más en su vida. Pensándolo un poco mejor llegué a la conclusión de que lo que yo sentía era envidia.

lunes, 16 de febrero de 2009

La Posada de Juan Matalbatz

Eran las cinco de la tarde y Mateo ya iba tarde a su cita mensual de ventas con don Israel Actún, el comerciante más prominente de San Pedro Carchá. Con las primeras lluvias de mayo el pequeño Subaru se deslizaba a lo ancho del precario camino. Por más que lo intentara no dejaba de pensar que en cualquier momento el carro podría derrapar, hacerle salir de la vía y caer al precipicio, nadie le encontraría nunca. Eso le perturbaba. Pero más le perturbaban los rumores de que en toda Alta Verapaz no quedaban habitaciones disponibles para pasar la noche, a excepción de La Posada de Juan Matalbatz, hotel que, según don Israel Actún, estaba endemoniado.

Al pasar por el parque central de Cobán, ciudad que antecede a San Pedro, Mateo entendió porqué no habían habitaciones en el área, el Presidente había decidido mudar por dos días su gabinete de gobierno a la ciudad de Cobán, otra brillante idea. Eran las seis con diez minutos cuando Mateo entró a la Abarrotería San José. Don Israel Actún estaba sentado en su escritorio de costumbre. Con un vistazo a su reloj reprobó su tardanza. Trabajaron en el pedido para el próximo mes al calor de un té con miel y menta que doña Erma de Actún, les sirvió en pocillos de barro.

Al terminar, don Israel comentó la ausencia de hospedaje debido a la visita del Presidente, haciendo notar con una sonrisa socarrona que el único hotel con habitaciones disponibles era La Posada de Juan Matalbatz, incluso doña Erma, católica devota que iba a misa todos los días diecinueve de cada mes en honor a San José el patrono de su negocio, se persignaba cada vez que se mencionaba el nombre de Juan Matalbatz y no dejaba de decir “ixcamic”. Mateo se quedó frío cuando don Israel Actún le dijo que ese vocablo indígena significaba muerte. Dejó al matrimonio Actún a eso de las nueve de la noche y después de cenar se dirigió a La Posada de Juan Matalbatz para conseguir una habitación, la otra opción era dormir en el carro pero el frío del altiplano por las noches es cruel.

Llegó al hotel y en efecto había espacio, de hecho el hotel estaba vacío, todas las habitaciones estaban disponibles. La Posada de Juan Matalbatz, una casona antigua de dos niveles con patio central y cuartos alrededor, era hace 450 años el hogar del cacique más poderoso de San Pedro Carchá, quien durante una revuelta en aquel tiempo murió a manos de otros indígenas por haberse convertido al cristianismo y haber negado a su dios Tzul-tak'a. La leyenda, según don Israel Actún, cuenta que la gente entró a la casa por la noche, mató a los sirvientes y encadenaron a Juan Matalbatz a su cama mientras se turnaban para darle golpes uno por uno durante toda la noche, murió muy lentamente. Dicen que por las noches se oye ruido de cadenas.

Mateo se acercó al mostrador. Detrás de este se encontraba un indígena de unos sesenta años. El taciturno recepcionista asignó a Mateo la habitación numero tres. Subieron las escaleras que daban acceso al nivel superior. La madera crujía en cada escalón. El viejo se detuvo frente a una antigua puerta de cedro, sacó de su bolsillo una llave de hierro oxidada e introduciéndola en el cerrojo abrió la puerta. Mateo entró en la habitación. Era grande. Tenía una cama de madera, un escritorio antiguo y una chimenea que no había sido encendida en siglos. En la pared había un óleo antiguo de un indígena imponente con ropa de ladino. Mateo se preguntó si era Juan Matalbatz.

A Mateo le costó conciliar el sueño. Durmió muy inquieto, soñó con antorchas, con muchedumbre enojada, gente gritando y subiendo escaleras, haciendo mucho ruido, ruido de cadenas, alguien le tomaba de pies y manos, gente gritando en idioma indígena, cuando Mateo abrió los ojos lo último que vio fue el rostro cenizo de un indígena enfurecido que al mismo tiempo que empuñaba un garrote gritaba “ixcamic”.

jueves, 12 de febrero de 2009

Camino a la desconfianza


Era un jueves de agosto. Abrí el Banco faltando cinco minutos para las ocho de la mañana. Era un banco Express muy pequeño, de esos nuevos que pretendían revolucionar la banca ofreciendo los mismos servicios que una agencia de verdad, lo cual por supuesto no era cierto. El remedo de agencia bancaria consistía en una cabina donde ingresaba el receptor/pagador –servidor-, un lote de estacionamientos con la capacidad para dos vehículos compactos, y un lobby de metro y medio por tres metros. Abrí la pesada puerta de metal insertando la llave. Mientras mordía mi cigarro para que no se me cayera quité el cerrojo e introduje la clave en un panel con botones numerados. El interior de la cabina consistía en una mesa larga de trabajo, dos taburetes similares a los de cualquier bar, dos sumadoras marca Canon y un radio transmisor Motorola, mi único contacto con el mundo exterior. En una esquina un baño sin ventilación, por seguridad. En la otra esquina incrustada al piso estaba la caja de seguridad. Sobre ella una cafetera vieja.

Encendí el Toshiba que me acompañaba todos los días. Una canción de Soda Stereo logró que se me quitara el mal humor. Reporté mi entrada a la central a través de la Motorola y encendí el último cigarro que quedaba en el paquete, abrí mi libro de Cálculo Diferencial y aunque mi cerebro se negaba a reaccionar traté de dilucidar un problema. Veinte segundos más tarde aborté la misión. Llegó Sergio. El guardia de seguridad entró corriendo diez minutos tarde. Después de haberle increpado su llegada tarde -más por desquitarme con alguien que por que me haya molestado, la verdad me importaba un pito- le pedí que me fuera a comprar una cajetilla de cigarros, dos Pepsi Colas y una bolsita de Tortrix. Desayuno de campeones. El día transcurrió con la monotonía de siempre, se me fue al igual que mi cajetilla de cigarros. Sergio hablaba. Más de lo normal. Que ya no vino el don de los depósitos. Que allá va el viejo gordo que le cae mal. Que si le vi las tetas a la morena que acababa de salir. Que qué buenas nalgas tiene la supervisora del súper de enfrente. Que si había visto el carro amarillo que acaba de pasar. Que ya era la segunda vez que pasaba. Siete de la noche, el corte de caja listo, la plata cerrada en su caja, me tardé más de lo normal porque acababa de ser fin de mes y me habían sobrado muchos billetes de a cino. Llamé por radio para reportar mi salida, apagué la luz y me dispuse a salir.

En el lobby Sergio me esperaba con su mochila, revólver entre el pantalón. Después de cerrar con llave la puerta e ingresar la clave en el panel me di vuelta. Entro una persona por el estacionamiento y se dirigió hacia el lobby. Le pedí a Sergio que le dijera que ya habíamos cerrado y que se fuera a la mierda. El extraño entró al lobby con una pistola en ristre. Lo que se siente al ver el cañón de una pistola apuntando a uno es difícil de explicar. Era un asalto. Sergio no supo si sacar el arma o qué hacer. Al final no la sacó pues otro asaltante entró con otra arma empuñada. Medio segundo después –me pareció medio segundo- me encontraba arrodillado frente a la caja de seguridad dando vueltas a la perilla con una pistola en la cabeza. Por alguna razón –seguramente por nervios- comencé al revés la secuencia y la caja no abrió. Otra pistola en las costillas me hizo recordar la secuencia. Abrí la puerta y me tiraron al suelo. Volteé a ver a Sergio quien estaba también en el suelo y temblando visiblemente. Con la pistola aun en mi cabeza recibí instrucciones de no moverme. Los asaltantes salieron a toda prisa y se fueron con treinta y cinco mil quetzales en efectivo. Solicité ayuda por radio. Sergio estaba tirado y su cabeza sangraba. Mucho. Nunca vi o escuché cuando el pegaron en la cabeza con la culata de su escopeta la cual también se llevaron. Sergio hablaba entre sollozos, que su hija de cinco años, que su esposa embarazada, que no me quiero morir. Llegó la ambulancia y se lo llevaron. Al minuto la policía y una avalancha de gente. Cincuenta y dos curiosos, treinta y cinco vecinos, quince reporteros, gente con cámaras, un charamilero, dos putas y hasta el Gerente General del Banco. El señor Pulido me dijo que qué pena, que bendito Dios que estaba bien, que no me preocupara. Después me enteré que el Señor Pulido me tenía como principal sospechoso. Fui a casa y vi la noticia por la tele. No dormí esa noche, no pude, ni siquiera con un cuarto de Indita. El lunes regresé al trabajo: muestras de solidaridad y preguntas de rigor. Un hombre pequeño y fornido enfundado en un traje café dos tallas menor que él se acercó acompañado de dos policías. Me dijo que era del departamento de investigación del banco, que fuéramos la comisaría a que yo identificara a dos sospechosos.

En la comisaría me metieron a un cuartito cuya ventana daba al patio principal. Yo esperaba a que me llevaran a la peliculesca habitación con una mesa larga frente a un vidrio del tamaño una pared entera donde aparecen siete reos todos sosteniendo un cartel con un número y yo tendría que decir: es el número cinco! Entró un policía y me dijo: Mire pues, párese acá frente a la ventana y mire por este hoyito que tiene la cortina, así no lo ven, okei? Me dio una palmada en la espalda y se fue. Me sentí desnudo. Sacaron a los dos tipos que me asaltaron, uno cojeaba y el otro, más alto, tenía un ojo morado. Me sorprendió la rapidez con la que los capturaron. Entró el policía y me preguntó que si eran ellos. Sí, le dije, sí eran. Espérese pues, me dijo, falta uno. Esperé.

Al cabo de unos minutos sacaron al tercero. Estaba descalzo, vestía un pantalón de lona raído y una chumpa verde y tenía una venda en la cabeza. Me costó trabajo reconocerlo, tal vez porque no quería reconocerlo. Sergio se veía más flaco que de costumbre. El policía entró nuevamente. ¿Y bien? ¿Y bien qué? le dije yo. ¿Es o no es? Es Sergio, el guardia de seguridad, le dije. El policía soltó una carcajada que más parecía un rebuzno. Este cabrón es parte de la banda, me dijo, es uno de ellos. No lo creía, no lo quería creer. El policía me contó que habían encontrado en su casa la escopeta y diez mil quetzales en billetes de a cinco. Me fui a casa y no lo vi más. Ese día comencé a desconfiar.