jueves, 12 de febrero de 2009

Camino a la desconfianza


Era un jueves de agosto. Abrí el Banco faltando cinco minutos para las ocho de la mañana. Era un banco Express muy pequeño, de esos nuevos que pretendían revolucionar la banca ofreciendo los mismos servicios que una agencia de verdad, lo cual por supuesto no era cierto. El remedo de agencia bancaria consistía en una cabina donde ingresaba el receptor/pagador –servidor-, un lote de estacionamientos con la capacidad para dos vehículos compactos, y un lobby de metro y medio por tres metros. Abrí la pesada puerta de metal insertando la llave. Mientras mordía mi cigarro para que no se me cayera quité el cerrojo e introduje la clave en un panel con botones numerados. El interior de la cabina consistía en una mesa larga de trabajo, dos taburetes similares a los de cualquier bar, dos sumadoras marca Canon y un radio transmisor Motorola, mi único contacto con el mundo exterior. En una esquina un baño sin ventilación, por seguridad. En la otra esquina incrustada al piso estaba la caja de seguridad. Sobre ella una cafetera vieja.

Encendí el Toshiba que me acompañaba todos los días. Una canción de Soda Stereo logró que se me quitara el mal humor. Reporté mi entrada a la central a través de la Motorola y encendí el último cigarro que quedaba en el paquete, abrí mi libro de Cálculo Diferencial y aunque mi cerebro se negaba a reaccionar traté de dilucidar un problema. Veinte segundos más tarde aborté la misión. Llegó Sergio. El guardia de seguridad entró corriendo diez minutos tarde. Después de haberle increpado su llegada tarde -más por desquitarme con alguien que por que me haya molestado, la verdad me importaba un pito- le pedí que me fuera a comprar una cajetilla de cigarros, dos Pepsi Colas y una bolsita de Tortrix. Desayuno de campeones. El día transcurrió con la monotonía de siempre, se me fue al igual que mi cajetilla de cigarros. Sergio hablaba. Más de lo normal. Que ya no vino el don de los depósitos. Que allá va el viejo gordo que le cae mal. Que si le vi las tetas a la morena que acababa de salir. Que qué buenas nalgas tiene la supervisora del súper de enfrente. Que si había visto el carro amarillo que acaba de pasar. Que ya era la segunda vez que pasaba. Siete de la noche, el corte de caja listo, la plata cerrada en su caja, me tardé más de lo normal porque acababa de ser fin de mes y me habían sobrado muchos billetes de a cino. Llamé por radio para reportar mi salida, apagué la luz y me dispuse a salir.

En el lobby Sergio me esperaba con su mochila, revólver entre el pantalón. Después de cerrar con llave la puerta e ingresar la clave en el panel me di vuelta. Entro una persona por el estacionamiento y se dirigió hacia el lobby. Le pedí a Sergio que le dijera que ya habíamos cerrado y que se fuera a la mierda. El extraño entró al lobby con una pistola en ristre. Lo que se siente al ver el cañón de una pistola apuntando a uno es difícil de explicar. Era un asalto. Sergio no supo si sacar el arma o qué hacer. Al final no la sacó pues otro asaltante entró con otra arma empuñada. Medio segundo después –me pareció medio segundo- me encontraba arrodillado frente a la caja de seguridad dando vueltas a la perilla con una pistola en la cabeza. Por alguna razón –seguramente por nervios- comencé al revés la secuencia y la caja no abrió. Otra pistola en las costillas me hizo recordar la secuencia. Abrí la puerta y me tiraron al suelo. Volteé a ver a Sergio quien estaba también en el suelo y temblando visiblemente. Con la pistola aun en mi cabeza recibí instrucciones de no moverme. Los asaltantes salieron a toda prisa y se fueron con treinta y cinco mil quetzales en efectivo. Solicité ayuda por radio. Sergio estaba tirado y su cabeza sangraba. Mucho. Nunca vi o escuché cuando el pegaron en la cabeza con la culata de su escopeta la cual también se llevaron. Sergio hablaba entre sollozos, que su hija de cinco años, que su esposa embarazada, que no me quiero morir. Llegó la ambulancia y se lo llevaron. Al minuto la policía y una avalancha de gente. Cincuenta y dos curiosos, treinta y cinco vecinos, quince reporteros, gente con cámaras, un charamilero, dos putas y hasta el Gerente General del Banco. El señor Pulido me dijo que qué pena, que bendito Dios que estaba bien, que no me preocupara. Después me enteré que el Señor Pulido me tenía como principal sospechoso. Fui a casa y vi la noticia por la tele. No dormí esa noche, no pude, ni siquiera con un cuarto de Indita. El lunes regresé al trabajo: muestras de solidaridad y preguntas de rigor. Un hombre pequeño y fornido enfundado en un traje café dos tallas menor que él se acercó acompañado de dos policías. Me dijo que era del departamento de investigación del banco, que fuéramos la comisaría a que yo identificara a dos sospechosos.

En la comisaría me metieron a un cuartito cuya ventana daba al patio principal. Yo esperaba a que me llevaran a la peliculesca habitación con una mesa larga frente a un vidrio del tamaño una pared entera donde aparecen siete reos todos sosteniendo un cartel con un número y yo tendría que decir: es el número cinco! Entró un policía y me dijo: Mire pues, párese acá frente a la ventana y mire por este hoyito que tiene la cortina, así no lo ven, okei? Me dio una palmada en la espalda y se fue. Me sentí desnudo. Sacaron a los dos tipos que me asaltaron, uno cojeaba y el otro, más alto, tenía un ojo morado. Me sorprendió la rapidez con la que los capturaron. Entró el policía y me preguntó que si eran ellos. Sí, le dije, sí eran. Espérese pues, me dijo, falta uno. Esperé.

Al cabo de unos minutos sacaron al tercero. Estaba descalzo, vestía un pantalón de lona raído y una chumpa verde y tenía una venda en la cabeza. Me costó trabajo reconocerlo, tal vez porque no quería reconocerlo. Sergio se veía más flaco que de costumbre. El policía entró nuevamente. ¿Y bien? ¿Y bien qué? le dije yo. ¿Es o no es? Es Sergio, el guardia de seguridad, le dije. El policía soltó una carcajada que más parecía un rebuzno. Este cabrón es parte de la banda, me dijo, es uno de ellos. No lo creía, no lo quería creer. El policía me contó que habían encontrado en su casa la escopeta y diez mil quetzales en billetes de a cinco. Me fui a casa y no lo vi más. Ese día comencé a desconfiar.

No hay comentarios: